Abajo las hormigas sufrían de una tormenta inigualable a las peripecias bíblicas de Moisés, cuando el mundo se volvió una pecera en la que flotaba solitario un zoológico navegante.
Yo lloraba como si la causa de mi pena me amenazara con un cuchillo a mi yugular. Como si la causa de mi pena fuera una canción mala, una ranchera o balada simplona y melosa, y lo único que podía sacarla de entre mis costillas fuera llorar, llorar, llorar.
Entonces lloré, lloré, lloré. El tren en que venía a paso vertiginoso había naufragado justo a la orilla de esa plaza de las siete de la tarde. Nadie había acusado recibo del naufragio. La luz crepuscular hacía a todas las personas iguales. Si reían o lloraban daba igual.
Y leyendo los pensamientos de alguna gente, logré darme cuenta de que para ellos era lo mismo. Son muecas. Mi llanto era una mueca mínima en el universo de muecas que las personas fabrican a diario, que las personas ven a diario, del conjunto de muecas que los músculos de la cara son capaces de realizar.
Yo me sacudía en la pena y en los pensamientos nubosos como si ya nunca pudiese salira de ahí.
Yo yo creía en Dios, y ese día decidí poner un juicio prometeico a sus pies. Con la nariz tapada profiriendo mucosidad lo enfrenté, así como una intentona Nietszchiana, a que me mostrase su poder.
Si realmente existes, mándame a alguien que mitigue esta pena. Una palabras, un gesto. Algo que me haga respirar de nuevo.
Entonces algunos pájaros volaron despavoridos, una palmera frunció el ceño en el aire, y a Manuel Rodríguez se le encabritó el caballo de acero en su pedestal en medio de la plaza. Él, también de acero formidable, ligeramente se movió intentando que la pose de semi-caída fuese algo más natural.
Y la gente pasaba, pasaba, pasaba. Ya me susurraba el tiempo que simplemente no esperara nada. Yo sabía que mi llanto escribía mis dudas en el asfalto, mis tristezas, mis taras, mis errores… Era una especie de poema maldito, y sus versos en espiral simplemente la escalera a un Hades muy mío que se abría de a pedacitos a mis pies.
Mierda, me dije. Yo seguía esperando, seguía viendo a la gente pasar, pero no veía la señal que me haría abandonar el paréntesis perpetuo, el biombo viciado de esa tarde que amenazaba con perpetuarse.
Una niña apurada me miró a los ojos y se fue. Como un bólido como todos los demás. Pero ella me había mirado, y el juego de luces de su mirada me hizo concentrarme en ella. Pero se había ido, y la frustración solidificara mis lágrimas. Ahora la sal caía sólida rasguñando mis mejillas.
Ahí, náufraga, asustada en medio de mi temporal personal, dejé de creer.
Pero, luego, una voz que me sonaba a estrellas recién paridas cayó en mis oídos. Era ella, era la mirada inquisitiva y la voz dulce, toda ella frente a mí. Las nubes se detuvieron, la tormenta paralizada, la sal cesó dos segundos de caer para escucharla. Y sus palabras de cometido sencillo salieron de su sonrisa como la esperanza de un puente.
Unos pañuelos desechables. Un chao, tranquila, cuidate.
Abrí el paquete como si fuera reventar para avisarme que todo eso era mentira. Una hoja de un directorio de teléfonos de una agenda, arrancada de cuajo con precisión doblada certera, pero no tajantemente cosa de parecer amigable cuando la abriese. Un mensaje.
“Yo no te conosco…. Pero el éxito en la vida es seguir adelante… Confía en Dios Todo estará bien Cuidate ♥”
Y la sal detuvo su proceso de producción. El biombo fue demolido, y la tormenta bajó su grado para solo ser una lluvia tropical, tibia de verano. No recuerdo cuándo a lo lejos alguien se rió, quizás era yo misma. Éramos dos personsa, y una se reía de la otra, y la que se reía tomó el lugar de la que lloraba, no sé.
Solo sé que pedí perdón. A las hormigas y a Dios, quien me miró riéndose un poco de mi torpeza, pero lanzándome un pequeño haz de luz que solo yo vi. Me paré y decidí tomar el próximo tren a mi almohada.
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