Llegué por casualidad a esa tierra. Por esas casualidades de caminos ya trazados siglos atrás. Quizás llegué de la mano de alguien. Era una tierra donde miles de voces gritaban miles de nombres posibles a una hora determinada, algunos que ni siquiera yo misma conocía. Curiosamente, se llamaban a sí mismos. Así me explicó ella, Helena, nativa del lugar. Llamar nativo a alguien que habita en determinado lugar me da la sensación de estar calificando al nombrado lugar con un salvajismo propio. Este lugar no era salvaje, pero tampoco era propio de la urbanidad que nosotros conocemos. Quizás mi carencia de calificativos explicará porqué me es difícil definir ese lugar.Por alguna razón climática, siempre estaba nublado. Sin embargo, en pequeños retazos de cielo bajaban traviesos rayos de sol, uno que otro, que iluminaban solo una porción determinada de suelo. Eran verdaderas manchas. Había gente que cuando tenía frío, solía pasarse horas bajo esos sitios. Eran casi como lugares atemporales, fuera de contexto. Era curioso. En todo el resto del poblado reinaba una oscuridad invernal, medio azulada, que hacía parecer todos los días una raza diferente de noche.Ahí, entre esa gente que bailaba ritmos extraños cada fin de mes, danzas "sagradas" (mes era para ellos el equivalente a volver a ver la luna llena) y que no creía en Dios, sino solo en sí mismos (no como una egolatría sin sentido, sino como fuerza de voluntad y confianza entre todos los miembros de la comunidad) es que descubrí que en realidad yo no pertenecía a ningún lugar.Nadie pertenece a ningún lugar.
También conocí a Pat. Y con él, algo que allí no se llamaba amor.//
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