Oh, cómo se espera que pase
una estación, tras otra estación, tras otra estación
como en el declive del frió contra la luz.
La misma octogenaria calzando miradas de agua
desperdicia un par de agujas en coser mis zapatos
a la tierra.
Mijita, no vueles, no vueles, que el cambio de estación
es el ciclón más fiero de la vida.
¿Y por qué condena usted a mirar los murciélagos del techo
a la gente más infesta de la ciudad?
La octogenaria recorre los velos de las vírgenes
y me susurra como en un pequeño pasaje bíblico
que todo ha de perforar algún agujero en mi vestido.
Que me cuide, que me cuide.
Y así, estación tras estación, veía a los niños correr
tras el último rayo de sol mientras la comezón de mi alma
y mi canto de soliloquio no mueve a la
octogenaria, nada la palpita en su carne de milenios
en sueños y décadas al aire incalmo.
Desperdicia un par de cuentos en hacerme
soñar despierta como en un insomnio controlado,
desperdicia vida en buscarme mi filosofía
encendida cuando perdí lo mejor de mis ojos
tras las rejas del viejo París.
Oh, cómo se espera que pase
una estación, tras otra estación, tras otra estación
hasta que la continuidad se gasta frente a los ojos
de harapo y los suspiros se hacen polvo
y las cosas se hacen frío que quema la lengua
y ya nada, ¡nada! es pronunciable.
Entonces es mejor soñar imaginada en un techo
con otros puntos en el orbe estrellado paralelo
mientras la octogenaria duerme a mis pies.//
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