Un pequeño sol a mal traer
es ofrecido al sacrificio en una plaza chica,
una plaza fea, sin árboles, por gente
que lee las flores solo para torcer su mensaje,
para establecer un blindaje
bajo el párpado y en la cabeza.
El curioso espectáculo despierta mi siesta,
el sol luce deslavado entre vahos de papel quemado,
y sus ojos, pusilanimia,
miran nada y todo en tres segundos de requiebro.
Tres segundos de requiebro.
Pero es al cuarto cuando me recita,
es al cuarto cuando se refieren a mí
las causas de su iris maldecido en el cosmos.
Mi mirada paraleliza la suya: ¿qué debo hacer?
No pertenezco a una pléyade
como para que la gente configure mi voz
entre sus sesos. ¿Qué debo hacer?
Mis armas están descargadas, mi alma se desbarrancó
esta mañana cuando recordé a mi último amor.
¿Qué debo hacer?
Intuí la antropofagia colectiva,
y ofrecí a los presentes mi muñeca
a cambio del sol a sacrificar.
Mi más preciada posesión fue devorada
en la punta del roce de mi mundo con el de ellos,
la imagen grotesca del callar de mundos,
y la liberación final del astro, que me abrazó
en toda su amplitud como pidiéndome perdón.
Perdón.
Me enamoré del sol.//
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