Recursos son pocos cuando se quiere construir
una bóveda celeste propia
en el jardín del imaginario personal.
Siempre me lo pregunté, leí manuales
encriptados y escuché a curanderos,
pero nunca tuve la esperanza
de construir ninguna. Tenía flores,
tenía estrellas acumuladas desde que tenía
tres años, porque una vez ellas me hablaron
y voluntariamente aguardaron en mis cajas
a que les construyera su nuevo hogar.
Nunca lo construí porque de una u otra forma
el miedo aguardaba en el jardín de noche,
y yo tenía miedo del Miedo.
Eso era. Siempre temblaba a medianoche.
Las flores se secaban, las estrellas desesperaban
y su luz destilaba fuego que envolvía la ceniza
de la espera mientras yo me perdía en laberintos
de lágrimas. Nunca pedí ayuda, nunca pensé
en pedir ayuda.
A veces me quedaba entre bóvedas oscuras
preguntándome si mi cometido no estaba errado,
si quizás la oscuridad debía serme más útil
al segundo que la luz. O si quizás nunca debí
haber juntado ni estrellas ni flores, sino otra cosa
más útil, más útil como
el silencio.
Y nunca pedí ayuda.
Pero entonces llegaste tú justo
cuando yo inventaba una historia sola,
la recitaba en voz alta solo para mí. Entonces
tú te sentaste a mi lado, me escuchaste y me dijiste
constrúyelo.
Y yo con la impaciencia de tu mirada, como una
extraña invitación procuré construir la bóveda celeste
más colosal de todos los jardines
jamás ideados. Me ayudaste a despertar a mis estrellas,
avivar las flores y recoger sueños que se estaban
gastando en mi retina cuando yo prefería contar
historias tristes.
Y una vez
que la bóveda estuvo lista
vivimos allí jugando con estrellas y oyendo historias
y contando flores mientras
somos nosotros una estrellas más, y una flor más
de nuestra bóveda celeste.//
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