Lloramos toda esa semana
a la princesa más fea de
toda la cuadra.
Machis y misioneros rogaron por su alma,
sacrificando ranas y cardos para que su cuerpo
resistiese la corrupción
del subterráneo.
Mi madre decidió llevarme a ver el velorio
porque éramos susceptibles
a las iras de la mafia de la fruta y los secretos.
En un salón de fiesta adornado con
una muchedumbre de ramas de
buganvilias parlantes miré cómo la gente
trataba de mantenerse erecta mientras
o rezaba o pedía favores a
la princesa muerta.
A ella le gustaban la buganvilias, de hecho
su vestido era de color magenta
ese día.
Y no era tan fea, solo alguien
le había puesto una máscara para que
se mezclase mejor entre la gente.
Y no lucía tan frágil, y no lucía tan
estampa mortuoria como me la habían
descrito.
Y nadie decía por qué había muerto.
Se rumoreaba que había tenido sexo
por primera vez
y le habían robado el hibisco que llevaba en el pelo
antes de que tuviese un orgasmo.
Que era el primero pero al final no fue.
Y ahí se había muerto.
Sentí pena por ella mientras
los brujos sacerdotes cantaban a la luna
en algún dialecto muerto
entre el cielo abierto
y el barrio que lloraba sin saber en el fondo
el porqué.
Quizás la princesa más fea
sí tuvo el orgasmo y ahora dormía
en los brazos de su hombre.
Esta solo era su cáscara, me dije,
y me gustó pensar
que todos llorábamos a una cáscara inerte
mientras las buganvilias seguían hablando
y cantando a sus anchas.
Porque ella sí había logrado escapar
en la entrega de ese hibisco,
en el regazo de ese orgasmo.
Había logrado huir de su piel
y sin embargo nosotros seguíamos allí
y ya nunca escaparíamos
como ella.
Y ahí fue entonces
que lloré.//
No comments:
Post a Comment